Producto interior bruto (PIB)

A petición del gobierno estadounidense, el economista Simon Kuznets (Premio Nobel de Economía en 1971) ideó en los años 30 del siglo pasado un indicador que asignaba un valor monetario a la producción anual de un país.

Así, Kuznets diseñó hace casi 90 años un sistema para medir la producción de bienes y servicios de los países, un sistema que se ha convertido en la base de la contabilidad económica utilizada por casi todos los Estados del mundo.

A grandes rasgos, el producto interior bruto se define como el valor monetario total de todos los bienes y servicios producidos en un territorio en un período determinado, normalmente un año.

El PIB puede medirse desde tres perspectivas posibles y equivalentes:

  • Desde una perspectiva de la oferta o producción. Esta perspectiva responde a la pregunta de “qué bienes y servicios finales se producen en una economía y quién los produce”. Para responder, se suma el valor añadido que cada empresa o agente económico aporta al producto o servicio final que sale al mercado.
  • Desde una perspectiva de rentas. En este caso, responde a “quiénes reciben las rentas que se generan como consecuencia de toda esa producción”. Para calcular el PIB según este método, se suman los ingresos y rentas que reciben todos los agentes de una economía en forma de salarios, alquileres, intereses por prestar dinero y beneficios excedentes que quedan a las empresas después de pagar todos sus costes.
  • Desde una perspectiva de la demanda o del gasto. Respondiendo a la pregunta de “quiénes compran esos bienes o servicios”. En este caso, se tienen en cuenta el consumo de las familias, el de las empresas, el que hace el sector público y la diferencia entre las exportaciones (consumo que se hace fuera de las fronteras del país de los bienes producidos dentro del país) y las importaciones (consumo que se hace dentro del país y se produce fuera).

Las voces críticas que previenen acerca de los límites de este indicador también se remontan a su propia creación: el mismo Kuznets advirtió de que hay que distinguir entre cantidad y calidad de crecimiento. Y es que el PIB no es un indicador de bienestar ni de desarrollo, y el crecimiento económico no equivale necesariamente a ninguno de ellos. El crecimiento puede darse porque ha aumentado la población activa del país, se han descubierto nuevos recursos, como depósitos de petróleo, o ha habido un salto tecnológico que mejora la producción. En cambio, el desarrollo implica mejora de la educación, la salud, el medio ambiente, la infraestructura, la inclusión social o la productividad.

El PIB contabiliza todo aquello que tenga un valor monetario, es decir, que se pueda comprar o vender. Por el contrario, gran parte de lo que valoramos como seres humanos no es tangible ni intercambiable: seguridad física y laboral, felicidad, confianza en las instituciones, igualdad, salud mental, etcétera. De aquí derivan la mayor parte de los problemas de este indicador, enfocado en la producción y el consumo indistintamente de su coste social y medioambiental, de la calidad de lo producido o de cómo se reparte entre la población. 

Dados los problemas que presenta el PIB, a lo largo de las últimas décadas se han propuesto muchos indicadores alternativos para analizar la salud económica de un país como, por ejemplo, el Indice de Desarrollo Humano (IDH)

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